Si nos preguntan un ambiente en el que debería reinar la limpieza, no pocos responderíamos que ese lugar debería ser un hospital. De hecho, y aunque a veces no lo parezca, todos los hospitales cuentan con planes específicos de higiene y equipos debidamente preparados para mantenerlos en óptimas condiciones higiénicas. Sin embargo, no siempre han sido así las cosas. No hace tanto, los hospitales eran lugares en los que la suciedad y la mugre campaban a sus anchas. Y no por dejadez ni por carencias varias, sino porque no se tenía en cuenta el papel del ambiente en el desarrollo de las patologías, que por lo general eran consideradas como algo que se desarrollaba en el interior de cada paciente, muy relacionado con el organismo y, en algunas ocasiones, con aspectos morales. La posibilidad de la transmisión de las enfermedades de una persona o animal a otra, o incluso desde el ambiente a las personas, simplemente era desechada por absurda (ya que, desde un punto de vista óntico, el ser humano y el resto de cosas estaban situadas en niveles diferentes).
Una de estas teorías es la de la miasma, consistente en postular que es el aire, y en concreto unas determinadas cualidades suyas, el que comunica la enfermedad. La teoría de la miasma considera que es el aire el que en realidad está enfermo, y si se coloca a las personas en ese ambiente, entonces es más que probable que adquieran la enfermedad que está en el aire. De este modo quedaban explicadas las tendencias de determinados ambientes a generar enfermedades muy concretas (por ejemplo, la malaria cerca de lugares pantanosos). Estas teorizaciones alcanzaron su apogeo en un momento en el que la medicina dominante estaba fascinada por los descubrimientos de la anatomopatología, a caballo entre los siglos XIX y XX, por lo que no consideraba como causa de la enfermedad nada que estuviera más allá de lo puramente anatómico. A pesar de ir contracorriente, las teorías miasmáticas lograron cierto predicamiento, llevando a la promoción de las primeras medidas higiénicas en los centros de internamiento, evidenciando resultados más que óptimos desde el principio, antes incluso de que se hablara de microorganismos patógenos.
Estas primeras medidas se deben en gran parte al trabajo de Florence Nightingale, pionera en varios campos del conocimiento, pero que destaca por su labor en el campo de la estadística y en el de la enfermería (donde es considerada como la fundadora de la enfermería moderna). Nacida en 1820 en el seno de una familia de clase alta, recibió de sus padres una educación liberal y amplia, que hizo despertar en ella el interés por las matemáticas. En un principio contó con la negativa de sus familiares, que no consideraban que dicha vocación fuera digna de una señorita de su clase. Pero ella no desistió y consiguió el permiso de su padre para mejorar sus conocimientos matemáticos (él mismo sentía un gran amor por la ciencia estadística, que sin duda transmitió a su hija). La religiosidad y el interés liberal por las problemáticas sociales le hicieron tomar la decisión de ingresar voluntaria en un hospital para adquirir experiencia y trato con los más desfavorecidos. La oposición familiar fue frontal, puesto que lo último que se esperaba de una mujer de su posición era dedicarse a la enfermería. Por entonces, la imagen de la enfermería estaba asociada a mujeres pobres, burdas y deslenguadas, con evidentes tendencias a la borrachera y la promiscuidad, cosas que no tenían cabida en la vida de una señorita de clase alta.
Pero si algo caracterizaba a Nightingale era la testarudez, y al cabo de unos años consiguió entrar en un hospital para entrenarse como enfermera. Era 1850, y empezó un peregrinaje de hospital en hospital (Alejandría, Dusseldorf, Londres, París...) en el cual conoció de primera mano distintas formas de organización hospitalaria. Con la experiencia adquirida, pudo ejercer puestos directivos en algunos de los sitios en los que prestó su ayuda, a menudo sin cobrar nada a cambio. A ello contribuía su origen social, que le facilitaba contactos con gentes poderosas que la recomendaban por todas partes. Una de estas recomendaciones fue la que la colocó en el sistema sanitario militar británico.
En 1854 empezó la Guerra de Crimea, que provocó numerosas críticas al sistema sanitario del ejército británico por la cantidad de bajas que tenían lugar en sus instalaciones. Esto fue lo que motivó que el Secretario de Guerra pidiera a Nightingale que supervisara la introducción de enfermeras en los hospitales de campaña. Se le otorgó el título de Superintendente del Sistema de Enfermeras de los Hospitales Generales Ingleses en Turquía, y estableció su base en Escutari, un suburbio de Constantinopla (Estambul desde 1922). Allí llevó a otras 38 enfermeras, a las que entrenaba en su profesión y con las que empezó a introducir reformas en la organización hospitalaria. Para ello tuvo que enfrentarse a las reticencias de los médicos que dirigían el hospital. Por si el ser médicos fuera poco se trataba de militares, otorgándole al hospital una estricta organización y cadenas de mando más propias de un cuartel que de un lugar en el que los heridos debían restablecerse.
El ambiente en el que trabajaban aquellas mujeres era poco más que infernal: salas atestadas de heridos (a menudo tirados en el suelo, sin cama) y con condiciones higiénicas muy precarias (por no decir nulas). En estas circunstancias, la mortalidad de los heridos era elevadísima. Pero no por la gravedad de sus lesiones, sino por la alta tasa de infecciones que allí se contraían, siendo el tifus y el cólera las más frecuentes. Tal era el grado de insalubridad, que un soldado ingresado tenía una probabilidad siete veces mayor de morir en el hospital por una de estas infecciones que en el campo de batalla. Aunque aún se desconocía la existencia de los microorganismos y su relación con las enfermedades infecciosas Nightingale, seguidora de la teoría de la miasma, promovió toda una batería de medidas de higiene encaminadas a mejorar la limpieza en el ambiente hospitalario y de las técnicas que se realizaban sobre los pacientes. Estas medidas eran de una sencillez pasmosa: asegurarse de que el agua era potable, introducción de fruta en la dieta (que, dado el rechazo de las autoridades del hospital, tenía que sufragar ella misma), o el lavado de manos. En paralelo, movida por su amor a las matemáticas y las estadísticas, inició la recogida de datos sobre la morbimortalidad en el centro en el que desempeñaba su labor. De este modo, pudo demostrar que, desde la puesta en marcha de sus medidas de higiene, la mortalidad descendió hasta un 20 por ciento en apenas un año, quedando claro que sus planteamientos no eran tan descabellados como algunos creían. El celo con que desempañaba su labor y su carácter fuerte, así como la evidencia de que sus cuidados eran efectivos y salvavan vidas le dotaron de un aura especial, haciéndola muy popular entre los soldados internados, que la identificaban como una figura angélica y le otorgaron varios sobrenombres, como “el ángel de Crimea” o “la dama de la lámpara”. Los premios y menciones le llovían, y sus conocimientos eran consultados desde todas partes, llegando a aconsejar al gobierno norteamericano durante su guerra civil. Sin embargo, no pudo seguir con su labor de enfermera, ya que estuvo postrada el resto de su vida debido a una enfermedad contraída en Crimea, lo cual no le impidió publicar libros y panfletos con el objetivo de que las medidas que promovía llegaran lo más lejos posible e impregnaran la sociedad entera, con la ilusión de que una mejor higiene ambiental y dietética contribuyera a una mejora de la salud en general.
Nightingale falleció a los 90 años, en 1910, con el reconocimiento de las autoridades sanitarias y del pueblo en general, convertida en una figura que iba más allá del ámbito de la enfermería. A partir de ahí, monumentos, películas, canciones, premios con su nombre, incluso un día dedicado a ella por algunas comunidades anglicanas y luteranas. Hay varios hospitales en Turquía que llevan su nombre, y hasta existe un trastorno psiquiátrico con el nombre de “Efecto Florence Nightingale”, consistente en la tendencia de algunos cuidadores a enamorarse de sus pacientes. Y todo este reconocimiento viene dado básicamente por el trabajo realizado en apenas unos meses en Estambul durante la guerra de Crimea, en los que sentó las bases para la transformación del sistema sanitario militar británico y, más a largo plazo, de toda la sanidad occidental. Poco después de su trabajo, a partir de los años 60 del XIX, llegaron los descubrimientos de Pasteur, aportando un apoyo científico a los estudios de Nightingale, contribuyendo así a que sus métodos pudieran expandirse por todo el orbe y que se pudieran ampliar con mayor eficacia.
KILIEDRO, REVISTA ESPAÑOLA DE CULTURA CONTEMPORÁNEA.